Autor: Firma invitada
noviembre 3, 2016

Infernet, me decía Eusebio, con sorna en mitad de una carcajada. ¡Hombre! le repliqué, no puedes quedarte al margen, hay que interactuar, darse a conocer. Exponer tu vida al gran ojo de la red si se hace de forma controlada no tiene el más mínimo peligro. ¿Cómo iba a cerrar aquella puerta? No era suficiente navegar y avizorar el mundo cibernético sino también ser parte de él. Así, con la inocencia de un niño me hice un habitual de Facebook. Crucé mis datos en Linkedin, y me entretenía con demasiada frecuencia revisando el Twitter y el wasap. Todo era verde o azul. La paz del cielo y el verde de los campos. No había otros colores de aviso o advertencia. Pero cuanta razón tenías, estaba enganchado en la red, en la maldita red.  Me conocían mejor que la madre que me había parido. Sabían lo que comía, lo que gastaba, mis aficiones, y lo peor, mis vicios. Tenían clasificados a todas mis amistades, los teléfonos y los números de contactos. Mis fotografías, los vídeos, las claves de todas mis cuentas. No podía imaginar que pudieran acumular tanta información. Sabían a qué hora llegaba a casa, cuando encendía o apagaba la calefacción en invierno, y el aire acondicionado en verano. Lo que ganaba y los impuestos que pagaba. A qué hora me levantaba, la marca del dentífrico que usaba y los programas de televisión que veía.

Sin percatarme, iba dejando un rastro que alguien o algo iba almacenando. Entonces no lo sabía, estaba desnudo de intimidad.  Lo peor fue que me convertí en un adicto, un afiebrado, una especie de sociópata que vivía por y para el escaparate. No me bastaba con estar expuesto en forma permanente a cualquier mirada, sino que también me abalanzaba a difundir cualquier entresijo o chascarrillo que cazaba al vuelo. Estaba obsesionado con compartir información. Poco me importaba que a los demás les importase un bledo. Mi autoestima se medía por el número de personas que contestaban con algún escueto comentario o pulsaban la tecla de aprobación.

Al principio consultaba el teléfono un par de veces cada hora. Pero la frecuencia fue paulatinamente incrementándose hasta llegar a una vez cada dos minutos. En realidad vivía con la mirada clavada en la pantalla de mi smartphone. Se me podían olvidar las llaves, la cartera, las gafas, pero nunca salía sin mi móvil. Dormía escuchando algún programa de radio que bajaba a través de alguna  aplicación que había aparejado. O jugaba al ajedrez o al apalabrados de forma compulsiva, al principio con algún conocido, y luego sin importarme, con cualquiera que se prestase. Llegó un momento que no podía concentrarme. Las interrupciones, la estúpida manía, de consultar el móvil para chequear las novedades, las actualizaciones, el correo incesante, los infinitos chats hicieron que me fuera convirtiendo en un desequilibrado. Notaba un cierto temblor en la mano y como un tic nervioso me hacía guiñar un ojo con cada bluc bluc. Un día ya desesperado, arrojé con furia el teléfono al suelo. Estaba decidido a sacudirme esta servidumbre absurda.  Contemplé el artefacto estrellado en el suelo, destripado como una cucaracha aplastada. De un estado exultante pasé en un segundo a la desesperación. Me faltó tiempo para ir corriendo a la tienda de móviles a comprar uno nuevo, y por supuesto más sofisticado.

La pesadilla sólo había empezado. Dormía mal. Empecé a empastillarme. Mi dependencia no disminuía sino todo lo contrario parecía que había entrado en una fase de progresión geométrica. De la pantalla pequeña del móvil saltaba a la del ordenador y después a la de la tableta. Perdí el trabajo. Mi mujer se hartó. Me quedé como un náufrago aislado con la vida imaginaria que me ofrecía la red. Ya arruinado no me quedaba otra solución que convertirme en una persona virtual.

Fue inevitable, me he ido a Infernet, a ese lugar inhóspito. No me ha traído ningún Virgilio a este laberinto. Yo solito me he colado. Entré a través de la pantalla del ordenador.  ¡Sabes que es como una ventana! No era casualidad ese nombre de Windows. Introduje la mano que pareció hundirse en el plasma. Noté que algo me estaba succionando con fuerza. Lo último que vi fue una gran boca que se cerraba mientras pasaban mis pies. Había un túnel y al final una biblioteca de interminables estantes que se prolongaba en todas las direcciones. Luego no pude regresar y me quedé deambulando. Es cierto no hay ningún jardín, aunque aburrirme no me aburro, aquí está todo lo que se pueda imaginar: Todos los libros y todas las miserias. Hurgo en las personas, me entero de sus secretos. Estoy perdido en unos de esos millones de circuitos binarios. Algunas veces soy un uno y otras sólo un cero.

José María Sánchez-Ros.

 

El autor de este relato es José María Sánchez-Ros Gómez, Notario de Sevilla que repite como Firma Invitada después de habernos impactado hace unas semanas con su relato  “La cigarrera de alpaca”. Con “Abducido en la red (“Infernet”)” se cuela, nos cuela, en un particular infierno en el que más de uno, si realmente existiera, podríamos acabar perfectamente perdidos (o condenados). Gracias de nuevo, José María. Tripite cuando quieras.

Acerca del autor:

Firma invitada – ha escrito posts en NotaríAbierta.


 

 

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