RELATO EL GRAN DIA
Autor: Firma invitada
diciembre 10, 2019
..

Bajaron del reddy 5, los dos, Arae y Mikhel. Cojearon hasta la puerta apenas delineada en la pared de roca, una puerta rodeada de símbolos tan antiguos como el corazón de la montaña. Arae boqueó y tuvo que ajustar su respirador. Debía de sentirse muy incómoda dentro del traje presurizado T.23 en aquel útero de piedra a doscientos metros de profundidad. Mikhel examinó los símbolos e hizo una señal al multifunción. El asistente hizo rechinar sus servos y activó su red de sensores. Unos periféricos se acoplaron al muro sin tardanza y comenzaron a buscar goznes o fisuras. El robot no podía entenderlo. Para él, era solo una misión más. No era así para Mikhel. Detrás de aquella puerta esperaba encontrar a Dios. Aquella era la meta. Atrás quedaban seiscientos años de historia familiar desde que su tatarabuelo, Elos Hill, fundara la Iglesia monoteísta de Fremh Goss tras el hallazgo de los restos de la ciudad perdida de Fremh. Seiscientos años de estudio, esfuerzo y lucha habían conseguido hermanar ciencia y fe, semiótica y teología, esperanza y redención. Un arduo camino de seis siglos había conducido a Mikhel a las puertas de la Casa de Dios. Esta vez no encontraría más misterios que condujeran a otros. Estaba seguro. El arco de caracteres estaba completo. La Goss, la Fórmula, la Palabra Sagrada, revelaría su secreto al fin.

—Redd, análisis —exigió impaciente.

El asistente volvió a chirriar.

—El examen molecular indica que la puerta no se ha abierto en los últimos cuatrocientos mil años. Detecto señales extrañas de baja intensidad: origen desconocido     —advirtió con su desagradable voz mecánica.

—¿Puedes abrirla sin dañar la escritura?

—Afirmativo.

—Hazlo, y depura el aire, pero limpia antes los relieves.

Redd pitó de nuevo y desplegó cinco pequeñas varillas, que se abrieron y ramificaron formando haces articulados de pocos centímetros de grosor. El robot comenzó a manipular con extremo cuidado los relieves tallados en la roca.

—Esta es la última, Arae —susurró el hombre con voz ronca.

Su esposa suspiró.

—Dios lo quiera, Mikhel, porque…

Él se giró para mirarla, y no fue a causa de la frase inconclusa, sino del tono.

—¿Por qué?

—Porque no puedo soportarlo más —confesó Arae—. Ya no tenemos vida, solo esto. Lo siento, sé que no es el momento.

Mikhel tragó saliva con dificultad.

—Sabes lo que esto significa para mí, para mi familia, para el mundo. Hoy es el gran día.

—He oído lo mismo muchas veces. Lo oí cuando entramos en Rasseda, en Goiluen…

—Es distinto. Si no está aquí, lo dejaré.

—Nunca lo dejarás —sentenció la mujer.

—Jamás has creído, Arae. No te lo reprocho, te quiero aún más por ello. Nunca has creído y, sin embargo, me has seguido siempre.

—Eres mi esposo —dijo ella simplemente.

—Arae…

—No, Mikhel, debes saberlo. No he querido creer. He esperado a que te rindieras, he deseado que tu búsqueda fuera en vano.

—No te entiendo —repuso el hombre mientras el miedo crecía en su corazón.

—No quiero encontrar a un dios que me odie, Mikhel, a uno que nos dejara aquí porque nos deteste, que mate a más de un tercio de lo que nace o que lo permita ¿Qué sería de nosotros si fuera así?

Mikhel se revolvió furioso.

—Hablas como los vehires —la acusó—. Lo que dices no es verdad. Si nosotros conocemos el amor, Él tiene que conocerlo. Hoy tendremos la prueba. Dios nos creó impulsado por amor.

—No lo sabes.

—Tengo fe.

—Eres un científico.

—La fe que tengo en Dios no mina la que tengo en la ciencia, en que hay algo bueno en el universo. Yo tengo algo bueno, Arae. Te tengo a ti. Eso ha de significar algo.

Un fuerte crujido ahogó sus últimas palabras. La puerta de la montaña despertó con un sordo bostezo tras una noche de casi medio millón de años.

—No hay radiación residual ni riesgo de contaminación. El nivel de toxicidad está dentro de parámetros tolerables —cloqueó Redd.

—Es una suerte que las actividades tectónica y sísmica en la zona sean inapreciables. Pasa a modo vehículo y espéranos aquí, Redd —ordenó Mikhel.

El robot confirmó con una señal y volvió a transformarse.

El investigador se acercó a la entrada. Por un momento creyó que no sería capaz de poner el pie en el interior de la cámara. ¿Y si Arae llevaba razón? ¡Qué fácil había sido las otras veces! No encontrar nada, solo otro eslabón… Con qué rapidez la desilusión se había convertido en alivio. Pero de ese alivio solo nacía remordimiento, la sensación de que traicionaba a varias generaciones de su familia. Ahora, el camino se abría ante él. Con el corazón latiendo desbocado, a punto de traicionarle una vez más, Mikhel traspuso el umbral de la Casa de Dios.

Había una pequeña sala al otro lado, excavada en la roca. El hombre reconoció aquellos extraños artefactos enterrados en polvo y esquisto. En los demás templos también habían hallado restos similares, pero en aquel lugar estaban intactos. No había nadie en la cámara. Dios no estaba allí.

—La pared —murmuró Arae a su espalda.

Mikhel miró a su alrededor. Conocía aquellos símbolos matemáticos, marañas sin fin de una ciencia mística que seiscientos años de investigación apenas habían empezado a desvelar. Mikhel había dedicado su vida a la Palabra de Dios y, por ello, pudo reconocer lo que tenía ante sí, rodeándolo.

—Está completa. —Un hipido y la amenaza de un quedo llanto le impidieron articular bien las palabras—. Es La Palabra de Dios. La hemos encontrado.

el gran día relato Juan Pedro lamana notario

Mikhel murió a causa de una trombosis pulmonar tan solo un año más tarde, el mismo mal que se había llevado a su padre y al padre de su padre, su triste e indeseada herencia. Sin embargo, hasta el día de su muerte rememoró en el sueño y la vigilia lo que sucedió aquel gran día en la caverna bajo las montañas Cressionun: la luz roja que barrió la sala y bañó sus cuerpos; la figura que se materializó a continuación sobre un pedestal metálico, una imagen solamente, pero una imagen de Dios. Lo que Mikhel y Arae sintieron al verla no puede describirse con el tosco artificio de la palabra, solo puede sentirse como una caricia en el alma. Una figura había tomado forma y comenzado a hablar en una lengua desconocida. Hablaba sin ver, transmitiendo un mensaje tan viejo como la piedra. Mikhel no podía apartar la vista de la aparición, no podía moverse.

—¿Eres tú Dios? —le preguntó. Y tal vez lo fuera, porque era maravilloso. Tras lo que pareció una eternidad, se volvió hacia Arae. Su mujer estaba detrás de él, encogida y temblorosa—.Tranquila; no está ahí, es solo un avatar de luz. ¿No es lo más hermoso que hayas visto jamás? Esto es un milagro.

—No me parece… hermoso —dijo la mujer al fin, sin poder superar el temor supersticioso de que un rayo la fulminara por decir aquello—. Me parece muy extraño, no puedo…

—El número de la naturaleza de Lornen —le recordó Mikhel.

—¿Qué?

—El número de la vida —repitió, y fue entonces cuando Arae percibió que Mikhel no estaba asustado, sino extasiado, que en aquel momento era feliz, que aquello de la plataforma acababa de darle algo que ella jamás podría.

—Lornen estaba loco —comentó sin saber qué decir. Ella nunca había creído y ahora se sentía de más en aquel lugar.

—Era un genio —la corrigió su marido—. El número áureo de la naturaleza, una constante de equilibrio, aquel que representa cómo deberían crecer las hojas en los árboles, la escala de la armonía antropométrica, la pura expresión matemática del deber ser. Dios es así. Mira sus manos. Míralas, la simetría, la gracia. Mira su rostro. Tiene los ojos azules como el mar. Y si eso son sus cabellos… Es el descubrimiento más importante de todos los tiempos. ¿No lo entiendes? Nadie podrá decir que no es real. El análisis confirmará que lleva aquí una santa eternidad.

—Mikhel.

El investigador se volvió hacia su mujer, allí, en las profundidades de un mundo sumido en el silencio tan solo roto por la imponente voz de Dios.

—Te quiero —dijo Arae—. Has encontrado lo que buscabas y estoy… feliz. No sé cómo expresarlo. Tengo miedo. Dios me parece muy extraño y no creo que acabe de gustarme. No tengo tu visión matemática del mundo, y quizás sea por eso que te quiero, quizás sea por eso que ahora mismo, más allá del miedo, me sienta feliz.

Unas pocas palabras no pueden condenar un silencio de cuatrocientos mil años; y de todas las que se pronunciaron en aquel lugar perdido y hallado, fueron las mundanas pero profundas de Arae, y no las sagradas del avatar, las que significaron algo para Mikhel aquel día. Tardó en asimilarlas, pero, cuando lo hizo, sintió por primera vez en su vida algo de Dios en sí mismo.

—Salgamos de aquí —dijo—. Hay que estabilizar la señal y dar parte. La decodificación fonética llevará años, tal vez siglos, pero estoy seguro de que alguien conseguirá entender la Palabra algún día. Algo te prometo: serán otros.

Arae asintió.

—Salgamos juntos.

El mensaje volvió a repetirse. La fuente de energía no se agotaría hasta pasados otros doscientos mil años al menos. Dios hablaba:

«Alexandra, dejo esta grabación en el recinto 109. Si llegas a escucharla, te ruego que no te demores y te reúnas con nosotros. Se ha fijado como punto de reunión el Cinturón de Ares. Las naves de los marines y la mayor parte de la flota civil ya han partido. Ni que decir tiene que hemos fracasado. El doctor Ishy está convencido de que hay un error en una de las ecuaciones básicas de la fórmula. Mis genetistas insisten en que no es así, en que debe de tratarse de un problema ambiental, algo del planeta. En cualquier caso, soy el jefe del proyecto Nasciturus y he asumido toda la responsabilidad. Tendré que rendir cuentas ante la comisión de gastos y afrontar las recriminaciones del representante de Nuevo Vaticano y su eterno “ya se lo dije”. Las muestras obtenidas tras la eclosión no son nada prometedoras. Según las estadísticas, la probabilidad de que la vida llegue a arraigar en el planeta es inferior al veinte por ciento, y la de que llegue a evolucionar, casi nula. He de decir que me alegro de ello. Dados los niveles mutagénicos detectados, sería una terrible crueldad. Se ha señalado un nuevo objetivo: CLK 234839. Es un planeta de clase C, muy parecido a la Tierra. Tengo grandes esperanzas puestas en él. No voy a abandonar. Creo en la fórmula. Te quiero. Doctor Albert. T. Fouchard. Fin de transmisión».

Arae y Mikhel llegaron exhaustos hasta el reddy y se miraron. No a sus brazos atrofiados acabados en manos fofas, no a sus cuerpos contrahechos y quebrados por la escoliosis, plagados de gibas y malformaciones, cubiertos por una piel gruesa de color grisáceo bajo el traje presurizado. Sus miradas no se demoraron en los deformes rostros pasto de enormes nódulos y redes de protuberancias y tumores venosos. Se miraron a los ojos, pequeños y brillantes, porque aquel día estaban vivos y eran hermosos y felices bajo la mirada azul de Dios; porque aquel era su gran día.

 

Juan Pedro Lamana

 

Juan Pedro Lamana Pedrero es Notario de Cehegín (Murcia) y también escritor. Recientemente ha publicado su primer libro “Mnemoneus: Demediado” en el que “se busca a un asesino en una ciudad llena de secretos”. Esta esa su primera participación (de tres inicialmente previstas) como Firma Invitada en nuestro blog. Gracias, compañero, por permitirnos publicar tus relatos.

Acerca del autor:

Firma invitada – ha escrito posts en NotaríAbierta.