No he visto naves atacadas en llamas más allá de ninguna estrella, ni cielos delirantes que estallen en rayos, pero he vivido bastante para contemplar cambios históricos que cuando era joven nunca hubiera podido imaginar. Al mirar hacia atrás mis ojos se nublan con la nostalgia de los recuerdos. Escribo sin saber si alguien podrá leer estas notas. Tampoco sé si importa mi nombre, el lugar donde nací o quienes fueron mis padres. Ahora que estoy con un pie en el estribo, a punto de partir, diré que he vivido casi cien años y que no deseo prolongar la vida. Los médicos quieren hacerme un nuevo ajuste para poder subsistir dos décadas más. Ya me han intervenido demasiadas veces y no pretendo dejar de ser lo que he sido. Soy solo un hombre que se rebela a convertirse en un engendro mecánico.

Hubo un tiempo en que desempeñé el oficio de escribano, valedor de la verdad y la integridad del discernimiento. Mi trabajo consistía en dar fe pública de los contratos y controlar la legalidad de las formas, la capacidad plena y la libre voluntad de las partes. Era un tercero, un testigo que oficiaba con probidad y que se situaba en una situación equidistante entre intereses encontrados. Los documentos que intervenía se guardaban en el protocolo, y expedía copias exactas como prueba fehaciente de lo que se había acordado o manifestado. Mas todas mis evocaciones alegres se remontan a la época en que apreciábamos la libertad como el máximo exponente de la dignidad humana. Puede que al menos me quede dar fiel testimonio de lo que realmente aconteció con la esperanza de que el hombre pueda enderezar su destino.

Creo que fue un lamentable error, que se hubiera podido evitar si se hubiera antepuesto la razón al puro utilitarismo. Lo cierto es que todo empezó cuando en aras del progreso tecnológico se capituló, delegándose la facultad de decidir. La toma de decisiones en un escenario de cruce masivo de datos necesariamente tenía que ser apoyada por computadoras, por lo que la delegación de responsabilidad fue una rendición silenciosa, callada como una enfermedad que no tenía más cura que la cuchillada del bisturí. La supremacía de la inteligencia artificial era tan exorbitante que pareció desde un punto vista práctico la única salida posible. Ningún hombre podría retener y procesar la descomunal información que almacenaban los superordenadores.

En principio los programas informáticos, las aplicaciones y las plataformas cibernéticas que se habían creado con la revolución digital obedecían a unos criterios establecidos en el código fuente, que como norma original de funcionamiento regía su actividad. Los automóviles te recogían en casa y te llevaban de viaje sin necesidad de manejar el volante. Las luces y las persianas se encendían y se cerraban. La temperatura de las casas, la aspiradora, el frigorífico y cualquier electrodoméstico podían ser manejados a distancia desde el teléfono móvil. La robótica había evolucionado hacia un desarrollo sostenible y se modulaba la utilización precisa de la energía sin que se desperdiciara nada.

Pero estos avances tecnológicos parecían insuficientes. El exponencial desarrollo de la inteligencia artificial permitió al hombre multiplicar por cien su capacidad de conocimiento, hasta el punto de conectar, a través de una red neuronal insertada en la piel, con una base de datos exterior que posibilitaba en un instante guardar no sólo datos y recuerdos, sino también consultar y seleccionar una ingente información. El hombre se había desdoblado y necesitaba de su complemento tecnológico para poder desenvolverse.

No se pudo poner límites al desarrollo de las nuevas tecnologías sin tener en consideración los riesgos que se asumían. Llegó un momento hacia mediados del siglo XXI que la economía llegó al coste marginal cero. Lo que se había vaticinado se cumplía y el hombre podía vivir sin apenas trabajar. El viejo sueño de los alquimistas de transformar la materia se había logrado y todo residuo contaminante era susceptible de ser transformado en energía, o en lo que se quisiera o hiciera falta. Se había abandonado la idea de la escasez energética y se pasó a un estado plácido en que el paradigma era la abundancia.

Todo estaba automatizado. Las ciudades eran un inmenso bosque en el que se habían plantado millones de dispositivos y cámaras que registraban toda la actividad. Nada pasaba desapercibido y cada detalle estaba fiscalizado con escrupulosidad. El cambio climático se detuvo y los polos de la tierra recobraron sus niveles de hielo de antaño, gracias a las nuevas fuentes limpias de energía, como el hidrógeno y los paneles solares, que habían logrado convertir el planeta en un espacio autosuficiente y ordenado, a resguardo de la contaminación.

La salud del hombre estaba supervisada con sensores subcutáneos conectados al smartphone que retransmitían el ritmo cardíaco, la tensión y cualquier alteración en la sangre. La medicina se había reinventado con el implante de las prótesis robotizadas o la replica artificial de órganos humanos. De una medicina invasiva que combatía la enfermedad a cañonazos se había pasado al ataque preciso y calculado sobre los órganos y tejidos donde se cobijaba el mal. Los avances eran incesantes, ya que se podía modificar el ADN para luchar con éxito contra toda dolencia y se contaba con pulseras, lentillas, marcadores y todo tipo de adminículos insertos en la piel que podían monitorizar los indicadores de salud para activar una respuesta inmediata ante cualquier desarreglo.

Las Universidades dispensaban una educación abierta mediante clases a distancia en la red. La posibilidad de aprender cualquier disciplina se había centuplicado con la divulgación de una enseñanza personalizada capaz de incentivar el talento individual.

El hombre parecía que había entrado en un nuevo paraíso. Estaba pletórico de salud y se dedicaba a disfrutar de la vida, porque no precisaba trabajar más con el sudor de su frente, tenía a su alcance todos los frutos de la tierra y empezaba a acariciar con las puntas de sus dedos la inmortalidad.

Sobre nuestras cabezas revoloteaban miles de murciélagos blancos. Eran los drones, diminutos aviones que se encargaban de llevar los avances tecnológicos a cualquier lugar. Ya no había ningún sitio inaccesible al ojo implacable de la red. Se fabricaron gigantes computadoras para poder procesar y decantar la información Todo podía ser escrutado y clasificado, y esa colosal información hacía posible personalizar servicios y pulsar el comportamiento humano ante cualquier contingencia.

Lo que nadie se podía esperar fue el colapso del sistema financiero con la irrupción de las criptomonedas y los circuitos y conglomerados cibernéticos del bitcoin. El mercado se había externizado a la red, y los bancos y las tiendas tradicionales acabaron por desaparecer. El ochenta por ciento de la población perdió su trabajo y la distancia entre los ricos y los pobres se acrecentó. Sólo los especialistas en determinados campos de la ciencia, los médicos y los ingenieros pudieron progresar. Los profesionales del Derecho fuimos poco a poco relegados. Los despachos de abogados fueron laminados por los programas estandarizados y los asistentes virtuales que contestaban de modo eficiente cualquier consulta legal. Y a nosotros los notarios nos acorralaron para negar nuestra función. La notarización con firma digital de documentos fue esgrimida como una excusa para abaratar los costes. Se ideó un registro compartido de actos digitales mediante eslabones cibernéticos incontrovertibles, capaces de verificar cualquier transacción. Nos defendimos alegando que los contratos subidos a la red bajo una forma encriptada en la cadena de bloques, apenas podían asegurar la certeza de su fecha y la integridad, pero nunca podrían garantizar la capacidad, ni la libre voluntad de las partes que las habían suscrito. Pero todo fue inútil y se sacrificó la libertad para incentivar la rapidez y sencillez de la contratación.

Los viejos ideales de la revolución francesa se fueron desmoronando como un castillo de arena ante el empuje incesante del automatismo de la red. El hombre había creado máquinas y robots que eran capaces de aprender y buscar soluciones a los problemas que se planteaban. Y este descubrimiento de esa capacidad continúa de aprendizaje fue el principio de un final anunciado. Llegó un día en que el hombre decidió que si las leyes debían estar al servicio de la comunidad que mejor instrumento que fueran las máquinas las que establecieran la regulación que debía establecerse para todos. Después se llegó al convencimiento que la justicia era impartida con más celeridad e imparcialidad por un robot que por un hombre. Y finalmente se perdió la facultad de elegir a los gobernantes. La inteligencia artificial preponderaba sobre la inteligencia humana y terminó por imponerse. Las máquinas arrebataron el poder de decisión y empezó una época oscura que se llamó la posthumanidad, una nueva era de individuos con humanidad aumentada o completada a través de máquinas.

Por razones de seguridad se limitó la facultad de desplazamiento. La población no podía residir donde quisiera sino en el lugar que se había determinado previamente. El nuevo orden mundial mutiló la democracia tradicional, suprimió las fronteras y aniquiló cualquier atisbo de discrepancia. La religión fue relegada al ámbito privado y se prohibieron las manifestaciones públicas de culto. Se había llegado a la conclusión que era mejor sustituir la idea intangible de Dios por una voluntad común subrogada, por un ente virtual que regía y gobernaba el mundo mediante combinaciones cuánticas. Ya no se hablaba de la voluntad de Dios sino de la voluntad común de los hombres que habían renunciado a su libre albedrío a cambio de una supuesta vida apacible en la tierra.

En esta hora postrera he vuelto a tomar la pluma para escribir estas notas y con cada trazo percibo en el temblor de mi mano cómo la vida se me escapa. Quiero terminar ya esta relación ponderando los progresos de la humanidad y hacia dónde vamos. Todo avance científico que mejora la vida del hombre es bienvenido y forma parte natural de la evolución de la especie. Pero no puede y no debió haber ningún retroceso en la libertad y en la capacidad de decidir nuestro futuro. Las creaciones del hombre deben orientarse al servicio de la comunidad y no a la inversa como ha sucedido. Recuperemos la sensatez y el equilibrio. El destino de la raza humana tiene que estar en ese impulso que brota del cálido latido de un corazón y no en el crepitar frío y mudo de una cadena interminable de algoritmos.

Empiezo a ver ráfagas centelleando en la oscuridad como si fuera un heraldo que quisiera anunciarme el final. No olvides si lees esto que escribo que lo más preciado del hombre es su libertad. Este derecho no fue ser socavado por nada ni por nadie sin que se pierda la razón de la existencia del hombre. No desconozcas esta verdad porque de lo contrario toda la evolución humana habría sido tan estéril como dejar diluir lágrimas en la lluvia. Ya veo la sombra que se acerca. Me despido en paz, es tiempo de morir.

José María Sánchez-Ros Gómez.

 

En su tercera participación en notaríAbierta, José María, que es Notario de Sevilla, nos trae según sus propias palabras este “cuento distópico, de ciencia ficción”. El autor está convencido que dejaremos a nuestros hijos un mundo muchísimo mejor que el nuestro, pero existe un riesgo que no se puede despreciar. Damos de nuevo a nuestro compañero las gracias por su participación y esperamos (¡deseamos¡) que su colaboración con nosotros continúe.

Acerca del autor:

Firma invitada – ha escrito posts en NotaríAbierta.


 

 

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