Autor: Antonio Cortés García
febrero 25, 2016

Los compañeros más veteranos suelen decir que los últimos treinta años han sido de los más convulsos y revueltos en la historia del notariado, quizá solamente superados por aquella lejana época de la Ley de 1862, que reorganizó y unificó nuestra institución, regulada hasta entonces por normas y conceptos medievales. Pero, ¿a qué se debe esta percepción? ¿Qué es lo que causa en el notario de hoy esa sensación de vértigo?

¿Qué retos afronta el notario de hoy?

Partimos de la base de que el notario de hoy, como profesional y como persona, se enfrenta a unos retos que difícilmente habrían imaginado las generaciones que le precedieron. Tales retos no son fáciles de afrontar y de resolver, y sin embargo, son apasionantes.

Los avances tecnológicos

Cuando hace dieciséis años tomé posesión de mi primera notaría, no estaba conectado a internet y el oficial todavía utilizaba una máquina de escribir mecánica… Poco después se regulaba la firma electrónica, en la que el notariado fue pionero. El notario de hoy, como cabeza de la oficina notarial, no puede ni debe quedar al margen, ni rezagado, pues en la actualidad no se entiende una oficina sin sus aspectos tecnológicos.

El esfuerzo por seguir el tirón de la tecnología ya afecta al trabajo diario (actas de páginas web o de redes sociales, depósitos de archivos informáticos, herencia digital, aparición de bitcoin…), aunque también exige una toma de posiciones a nivel colectivo que permita encabezar, y a ser posible liderar, los enormes cambios que se avecinan. Y por supuesto, obliga a ocupar lugares en todos aquellos canales de comunicación con el gran público, como son las redes sociales o los blogs.

La pluralidad normativa

Leía hace poco a un compañero que antes, para ser notario, bastaba con estudiar el Código Civil, el Código de Comercio, la Ley y el Reglamento hipotecarios, la Ley y el Reglamento notariales, y alguna que otra ley especial. Actualmente, además de un extenso elenco de leyes y reglamentos estatales en materia civil, mercantil, hipotecaria, administrativa o tributaria, tenemos toda la normativa de las Comunidades Autónomas y el derecho de la Unión Europea.

Tal maraña de disposiciones supone un continuo quebradero de cabeza para el notario de hoy. Sobre todo porque, a menudo, son puestas en vigor con premura y sin apenas tiempo para su estudio, y en ocasiones admiten diversas interpretaciones, a veces hasta contradictorias.

No debe olvidarse a este respecto:

  1. Que efecto fundamental de la autorización notarial es la fe pública: el documento notarial se presume veraz e íntegro de acuerdo con la ley.
  2. Y que el notario es un funcionario público sui generis, pues los documentos que autoriza no se revisan por un superior jerárquico, ni rige para él la responsabilidad patrimonial de la administración, sino que responde civilmente de los daños que ocasione por dolo, culpa o ignorancia inexcusable.

Junto a ello, otras instituciones y sus normas reguladoras, de gran tradición en nuestro derecho común, son cada vez más discutidas y contestadas, caso de la sucesión forzosa y el sistema de legítimas, instituciones ante las que el notario de hoy se encuentra con una doble tesitura: no puede desconocerlas, pero debe esforzarse por adaptarlas a las necesidades actuales.

La crisis del modelo notarial

Con frecuencia nos encontramos con afirmaciones parecidas a la siguiente: Los notarios no son útiles, otros países funcionan muy bien sin notarios. ¿Realmente es cierto?

En España y en Europa, salvo en el Reino Unido, rige el sistema conocido como latino-germánico. Consiste básicamente en que el notario ejerce la fe pública en régimen de monopolio, controla la adecuación a las leyes de los actos y contratos que autoriza, y da fe de la identidad, capacidad y legitimación de los otorgantes. Esto se combina con un sistema registral que publicita los actos y contratos para que los terceros no puedan desconocerlos, de modo que la propiedad y los demás derechos sobre los bienes quedan eficaz y razonablemente protegidos.

Por el contrario, en el Reino Unido y U.S.A. rige el sistema de seguro de título. No existen notarios que desempeñen funciones similares a las de Europa continental, y tampoco existe un registro público de actos y contratos. Estos son elaborados con la intervención de abogados y de una compañía aseguradora que indemniza los perjuicios ocasionados, en caso de que el titular del bien o derecho transmitido no lo sea en la realidad.

En último término, estas diversas formas de concebir el notariado están íntimamente relacionadas con los sistemas de derecho vigentes. Mientras que en la Europa continental rige el sistema de civil law, donde la ley es la principal fuente del derecho, en el Reino Unido y U.S.A. rige el sistema de common law, donde el derecho emana fundamentalmente de los pronunciamientos de los tribunales.

No se trata de determinar qué sistema es mejor o peor, pues tanto sus orígenes históricos como su desarrollo posterior son distintos. Pese a ello, existen en Europa ciertas tendencias anglosajonizantes de las que España no es totalmente ajena y que no deben tomarse a la ligera. El creciente protagonismo que, a falta de una legislación clara, se están atribuyendo los tribunales en materia de protección al consumidor, es una cuña introducida en el mismo corazón de la función notarial y un importante hándicap para el notario de hoy. Máxime cuando el Tribunal Supremo, en la sentencia de 20 de mayo de 2008, anuló diversos artículos del Reglamento Notarial, especialmente en lo relativo al control de legalidad.

Pero, ¿en qué consiste la función notarial?

Hasta aquí se han venido repitiendo palabras como autorizar y autorización. ¿Qué sentido damos los notarios a este concepto, clave en nuestra función?

En su conocido libro de divulgación Historia del Tiempo, el científico Stephen Hawking afirmaba que sus editores le habían recomendado no utilizar fórmulas matemáticas, pues por cada una que incluyera reduciría a la mitad el número de potenciales lectores. Algo parecido puede ocurrir aquí con los preceptos legales, de modo que intentaré referirme solamente a aquellos que resulten imprescindibles para el desarrollo y la comprensión de la entrada.

Según el diccionario de la R.A.E., la voz autorizar tiene hasta las seis acepciones siguientes:

1.- Dar o reconocer a alguien facultad o derecho para hacer algo; 2.- Dicho de un escribano o de un notario: Dar fe en un documento; 3.- Confirmar, comprobar algo con autoridad, texto o sentencia de algún autor; 4.- Aprobar o abonar; 5.- Permitir; 6.- Dar importancia y lustre a alguien o algo.

Aunque en principio pueda no parecerlo, todas ellas guardan alguna relación con la profesión notarial.

El artículo 1 de la Ley del Notariado (que probablemente es la norma más longeva de todo nuestro ordenamiento jurídico, ya que, como se ha dicho, data de 1862, si bien su última reforma es de hace apenas unos meses), dice que “El Notario es el funcionario público autorizado para dar fe, conforme a las leyes, de los contratos y demás actos extrajudiciales”, con lo que recoge las acepciones números 1 y 2.

Esta idea es reforzada por el Reglamento Notarial, cuando desglosa el doble contenido de la fe pública. Significa, por un lado, la exactitud de los hechos que percibe el notario por sus sentidos; y por otro lado, la autenticidad y fuerza probatoria de las declaraciones de voluntad de las partes recogidas en el instrumento público, redactado conforme a las leyes (artículo 1). Instrumento público es, por su parte, todo documento que autoriza el notario en ejercicio de sus funciones (artículo 144). En estas definiciones legales se recoge la acepción número 2, pero también, la 4 y la 5.

No acaban ahí las relaciones. Con el permiso del lector, daré un salto a mis años de la Facultad y recordaré las, ya casi perdidas en los abismos de la memoria, clases de Derecho romano de primero de carrera. Allí estudiábamos los conceptos de potestas y auctoritas, ideas complementarias sobre las que giraba la creación del derecho privado. Los romanos entendían la potestas como el poder socialmente reconocido, y la auctoritas como el saber socialmente reconocido, de modo que la autoridad (sabia) informaba y aconsejaba a la potestad (ejecutora).

Siempre he creído que el notario de hoy (y de siempre), se mueve en el delgado hilo que une la auctoritas con la potestas, pero manteniéndose más cerca de la primera que de la segunda. Aunque se le conceda el ejercicio de la fe pública, tenga actualmente competencias en materia de jurisdicción voluntaria y esté adscrito jerárquicamente al Ministerio de Justicia, no forma parte del poder judicial, no es un juez. Las funciones que ejerce tiene muchos más puntos en común con la auctoritas en sentido romano: el notario de hoy es lo que es por su preparación y su formación jurídica, y por la consideración que la sociedad le tiene, y que se ha forjado a lo largo de los siglos.

Esto lo perciben más claramente los compañeros del notariado rural (savia y raíz del notariado latino, como escribió Delgado de Miguel), por donde casi todo notario ha pasado, y donde el notario es alguien que destaca por sus conocimientos y su prudencia. Y qué duda cabe que ahí se encuadran las acepciones 3 y 6 de la palabra.

Y, ¿qué puede ofrecer a la sociedad el notario de hoy?

Cada una de las cuestiones anteriores tiene la suficiente enjundia para llenar, no una entrada de un blog, sino un libro entero. Baste con plantearlas para suscitar el debate.

Porque la auctoritas encierra un gran peligro. Podría aplicarse aquí esa frase hecha: lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Porque la autoridad, que tanto cuesta ganar, puede perderse en poco tiempo. Porque una merma de la autoridad, o su abandono en la autocomplacencia, resultaría especialmente grave en el caso del notariado. Primero, para el propio notariado, pues la sociedad nos percibiría como una institución prescindible. Segundo, para la misma sociedad, que vería desvanecerse uno de sus referentes más sólidos.

Porque no es de extrañar que, en la ciencia, el llamado argumento de autoridad se considere como algo falaz. La autoridad sin más, sin su ejercicio, su reinvención y su renovación constantes, es un cascarón vacío. Nuestra función es autorizar. Y la auctoritas se refuerza, diariamente, autorizando (y a veces, no autorizando).

Porque, en estos tiempos revueltos, lo que el notario de hoy puede (y debe) ofrecer a la sociedad es algo tan simple como un trabajo bien hecho. Que siga siendo depositario de la auctoritas en sentido romano. Y porque no cabe duda que ese reto solamente puede encararse con éxito si: estamos dispuestos a adaptarnos sin titubeos a las exigencias de la tecnología; a conocer, aplicar y explicar el derecho con sentido común, responsabilidad y visión de conjunto; y en definitiva, a entender la función, no como un privilegio al alcance de unos pocos iniciados, sino como un servicio dinámico y a disposición de los ciudadanos.

Acerca del autor:

Notario de Albacete.

Antonio Cortés García – ha escrito posts en NotaríAbierta.


 

 

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