Alguien me contó que la primera bala erró su trayectoria y atravesó el corazón de Víctor Orellana, todavía con una sonrisa en los labios. Que la segunda ultimó a don Isaías, quien ya no dispuso de ningún parapeto que lo salvara. Y que la tercera se la guardó el homicida que se encañonó la boca antes de accionar el gatillo. No sé si los hechos, tal como me lo refirieron, han sido exagerados. Son distintas las versiones que me han llegado, a veces incluso contradictorias. Sólo me queda trasladar el reflejo de lo que intuyo pudo ser la verdad.
Aquel día Fernando Sepúlveda entró precipitadamente en el despacho paterno y empezó a registrar con ansiedad los cajones de la mesa, removió la apilada documentación que se extendía sobre el tapete verde, separó carpetas y expedientes de la estantería, y fisgoneó en los huecos del archivo. Ya desesperado, cuando estaba a punto de claudicar en su empeño se percató de la cigarrera de alpaca, la abrió y dentro, envuelta en un remolino de clips y repuestos de grapas de colores vislumbró el metálico brillo de la llave. Franqueó la puerta del salón hasta llegar a la biblioteca, no sin antes tropezar con el borde de la alfombra, descorrió la tapa acanalada del decimonónico escritorio e introdujo el llavín en la cerradura de uno de los compartimentos que quedó entreabierto. Alargó su mano y recogió una cartuchera de cuero y una pequeña caja de cartón. Después se dirigió de nuevo al estudio y tecleó en la máquina de escribir una carta que pareció repetir varias veces. Dejó el sobre en la mesita de cristal de la entrada, se embutió en su abrigo austriaco y se marchó a la calle. Tomó el metro hasta Bravo Murillo y desde allí se encaminó con paso firme hasta la calle Cánovas.
En la puerta del Colegio Notarial, un conocido le saludó, pero no obtuvo respuesta. Subió las escaleras a la primera planta. En el vestíbulo alargado que servía de antesala al Tribunal, opositores y acompañantes departían rebajando el tono de su voz hasta convertirlo en un bisbiseo reverencial. Al fondo, algunos de ellos apuraban el último suspiro antes del examen. Una extraña sensación de tensión flotaba en el ambiente que contrastaba con el risueño semblante del bedel que parecía disfrutar con la escena. Fue entonces cuando el impertinente timbre sonó, y se escuchó el llanto contenido de una joven que abandonaba la sala mientras intentaba ser consolada por un atribulado señor, que seguramente sería su padre. La 546 se ha retirado, sentenció uno de los presentes. El bedel cogió la lista y entró en la sala, para salir instantes después y anunciar que la sesión se interrumpía por treinta minutos. Fernando Sepúlveda se sentó, sin despojarse del abrigo, en uno de los pretenciosos sillones de terciopelo rojo y ribetes dorados; su mirada quedó anclada en un gran cuadro, en el que sobre un fondo negro emergía la figura insigne de un hombre de pelo cano y bigote simétrico, que aparentaba haberle reconocido, y que con un gesto extrañado le inquiría por la razón de su nueva presencia.
Cerca de allí en el otro extremo del corredor se encontraba Víctor Orellana, deambulando arriba y abajo de la estancia con las manos enlazadas en la espalda. Al oír el anuncio de receso, Víctor, atenazado por los nervios, decidió ir otra vez al servicio. Once años habían pasado desde que comenzó a opositar a Notarías. Aquel joven ilusionado había devenido en un viejo prematuro. Los sucesivos suspensos, hasta seis contaba en su haber, habían hecho mella no sólo en su ánimo sino también en su aspecto. Se había convertido en una persona apocada que había perdido confianza en sí mismo, y ello hacía que inevitablemente se subestimase. Adiposo y alopécico, su piel presentaba un inquietante color amarillento. Ahora usaba gruesas gafas con un prisma que intentaba compensar la estrábica desviación de su ojo izquierdo, acelerada por el esfuerzo continuado de años de estudio. Cuando volvió, su mujer, atenta, le ofreció un poco de agua de azahar; pero se sentía incapaz de tragar nada, recordaba la vejación del último suspenso, y el temor de otra decepción hizo que el estómago se le encogiera.
En el interior de la sala, Isaías Valcárcel, a la sazón Presidente del Tribunal, comentaba con los demás miembros las incidencias de la jornada. La pesada carga de enjuiciar los méritos de los aspirantes se hacía insufrible. La imperiosa necesidad de imparcialidad hacía sumir al Tribunal en interminables discusiones en las que se decidía por mayoría la suerte del opositor, como si se tratase de un reo acreedor a la pena del suspenso al que se daba la oportunidad de demostrar su inocencia mediante un alegato. A veces, los intermedios se aprovechaban para un distendido intercambio de impresiones y acotaciones jocosas, mientras daban debida cuenta de las viandas traídas de la cafetería de la esquina. Ese día, el Presidente comentó que había recibido una docena de cartas de recomendación de familiares y deudos intercediendo por la suerte de sus protegidos. Las presiones, los ruegos, los intentos de captación de los favores del Tribunal provocaban a don Isaías y a sus compañeros un sentimiento de hilaridad. Pero aunque jamás lo reconocerían, a veces aun queriendo ser objetivos en la valoración, subliminalmente su criterio podía estar mediatizado en su subconsciente por una recomendación atinada.
El timbre dejó sentir nuevamente su estridencia, y el displicente bedel leyó el nombre del opositor 547, – ausente- se contestó a sí mismo. Acto seguido citó al opositor 548, don Víctor Orellana Pleguezuelo. Cuando lo nombraron Víctor sintió una fuerte opresión en el pecho, se abotonó la chaqueta azul, se anudó la corbata de bodas que solía también reservar para estas ocasiones y llenó sus pulmones como si quisiera tomar impulso. La ilusión de satisfacer tantos proyectos postergados, de terminar con la insoportable reclusión solitaria en su habitación y, sobre todo, la de no tener que volver a memorizar nunca más, le produjo una sensación desconocida de arrojo. Imbuido de esta emoción traspasó el quicio de la puerta. En la sala le salió al paso el Secretario, que le deseó la acostumbrada suerte. Una vez aleccionado sobre la forma en que tenía que sacar las bolas de las distintas bolsas, Víctor introdujo su mano en cada uno de aquellos pequeños sacos. Los temas elegidos fueron apuntados en una nota por el señor Secretario, que la trasladó al Presidente para su confirmación. Los siete miembros del Tribunal se apostaron detrás de una gran mesa rectangular, dispuestos a oficiar con probidad. En un nivel inferior, una hilera de bancos se prolongaba hasta el final de la sala para que cualquier persona pudiera asistir al acto que cumplía de esta manera con la exigencia reglamentaria de su publicidad. Sólo dos personas se sentaron en los tiesos bancos de madera. La mujer de Víctor, que se colocó a la izquierda, en la segunda fila; y Fernando Sepúlveda, que se instaló a la derecha, casi al final.
Víctor se encajó delante de una diminuta mesa, ubicada en sentido perpendicular a la del Tribunal. Pensó que había tenido algo de fortuna. Se volvió un momento a su mujer, situada a su espalda, y le guiñó, mientras ella pasaba de mano una de las cuentas del rosario. Garabateó unas breves notas, escanció un poco de agua en el vaso que le habían servido en aquel reducido espacio, se desabrochó la correa del reloj, aflojó disimuladamente el cinturón de su pantalón, y expresó, con circunspecta y afectada voz, que solicitaba la venia del Tribunal para comenzar el ejercicio. La monocorde exposición fue ganando en brillantez a medida que iba pasando el tiempo. Todo parecía concatenado, no había un corte brusco de una materia a otra, con ágil facundia Víctor enhebraba los temas con minucioso y sistemático tratamiento tanto en el contenido de los conceptos como en su continente expresivo. Se sentía feliz, enormemente dichoso. Subía la voz o la bajaba según la ocasión para mantener la atención, movía las manos en sincronía con el ritmo de su soliloquio, y alzaba la vista de vez en cuando para entrever el impacto de su impecable estilo.
Cuando por fin terminó el examen, hora y media después, por un momento pensó que el Tribunal se pondría en pie y le darían una ovación; pero no fue así, el Tribunal, impertérrito, sólo comentó por medio de su Secretario que el ejercicio había concluido y que el opositor podía abandonar la sala. Víctor, casi levitando, se levantó eufórico de su asiento. Pero cuando se disponía a despedirse, desde el fondo de la sala, Fernando Sepúlveda avanzaba por el pasillo e increpó ásperamente al Tribunal − Ustedes han arruinado mi vida, dijo elevando la voz y con los ojos desencajados mientras sacaba de su abrigo una pistola automática. Se sucedieron gritos de pánico, y a continuación dos detonaciones, una pausa, el desgarrado lamento de una mujer, unos pasos, y la descarga sorda de un tercer disparo.
El autor de este relato es José María Sánchez-Ros Gómez, Notario de Sevilla. Damos las gracias a José María por permitirnos publicarlo en notaríAbierta. “La cigarrera de alpaca” (que originariamente se tituló “El opositor”) será el primero de los relatos del libro que José María está próximo a publicar con el título de “La cigarrera de alpaca y otros relatos”. En el año 96 (o tal vez 97) ya fue publicado en Lunes 4:30. Gracias de nuevo, José María: Tienes las puertas abiertas si te apetece repetir.
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