Francisco Ríos González, “El Pernales” (1879-1907) fue quizá el último de los bandoleros románticos andaluces. Varias leyendas rodeaban su figura, como la que afirma que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, o que no murió en una emboscada de la Guardia Civil en la Sierra de Alcaraz, sino que había logrado escapar a América con su amante y su hija recién nacida…
Mi abuela materna contaba que un antepasado suyo había tenido varios encuentros con el Pernales, y en esas también legendarias historias se inspira el siguiente relato.
LA MANTA DEL PERNALES
—Ya está bien por hoy, Manolo. Estoy rendido.
—Vamos Pedrón, yo me ocupo del carro.
Eran las cuatro y media y el sol empezaba a caer sobre la cima del cerro del Lituero. Aunque todavía a mediados de febrero, el día había salido agradable, casi caluroso, ideal para las labores del campo. Pedro soltó la mano del arado, se secó el sudor de la frente y respiró profundamente el templado aire del atardecer. Parecía un providencial heraldo de la tan deseada primavera.
Mientras regresaban al pueblo, se entretuvo contando de cabeza las horas que les quedarían para terminar los terrenos de Don Benito en la fértil Vega de la Retamosa. Después aún tendría que labrar su pequeño trozo, aquél que había comprado con mucho esfuerzo y que le permitía sobrevivir junto al escuálido jornal que pagaba el terrateniente. En un santiamén divisaron las primeras casas, tras las eras del cementerio. Pedro se despidió de su hermano Manolo hasta la mañana siguiente, desató la mula del carro, la dejó en la cuadra y entró por el corral a la modesta casa de la calle de San Antón, pegada a la muralla carlista. Catalina, su mujer, lo esperaba en la cocina, donde ardía un buen sagato.
—¿Y los críos?
—Durmiendo. Caliento la cena y así te vas pronto a la cama tú también.
La noche extendía su manto por los tejados. Pedro, para todos Pedrón por su estatura, se había sentado ante la lumbre y cenaba sin prisa unas gachas a la luz del candil, cuando se escuchó un extraño ruido que provenía de arriba. Catalina, preocupada, exclamó:
—¿Qué ha sido eso?
—No te asustes, mujer. Habrá ratones, como de costumbre.
—Mejor que vayas a ver, no se nos haya colado alguna alimaña.
A regañadientes Pedro se levantó de la mesa y subió las escaleras. Catalina seguía sus pisadas en el suelo de greda. Un minuto más tarde bajaba de las cámaras con los brazos en alto. Tras él descendía un individuo que lo encañonaba con una escopeta. La mujer se llevó la mano a la boca y contuvo como pudo un grito sordo.
—Ca… talina, dale a este señor algo de cenar, que tendrá hambre.
—¡Güeno está! Si no quío na má que un piaso de pan y descansá una miaja.
Catalina, aterrorizada, sirvió un plato que el desconocido se apresuró a devorar en silencio. Pedro lo observó. Era bajo, pecoso, tirando a rubio, con un mechón en la frente y un aspecto frío y agresivo. Su acento lo delataba como forastero… De repente, alguien llamó a la puerta. Tres golpes secos y espaciados. El hombre dejó de comer y empuñó el arma. Otros tres golpes.
—¡Abran a la Guardia Civil!
—Si me denunsiái, no habrá lugá en ezte mundo donde podái ejcondero.
Había hablado en voz baja, dirigiendo alternativamente la escopeta contra la pareja. Luego, como si nada pasara, volvió a concentrarse en las gachas. Pedro se armó de valor y abrió la puerta. La oscuridad y el viento frío le golpearon el rostro. Parados en el umbral había dos guardias, ataviados con largas capas. Sus siluetas, recortadas contra la negrura del cielo y rematadas por los tricornios, evocaban a unos seres de ultratumba.
—Buenas noches, cabo Pastrana. ¿Qué se le ofrece a estas horas?
Pedro había saludado con increíble serenidad. El guardia esperó unos segundos antes de responder.
—Pasábamos por aquí, haciendo la ronda, y hemos oído gritar… ¿Dónde está tu mujer, Pedrón?
—Con los niños, en la alcoba. Uno se ha despertado voceando, debía tener pesadillas.
Las explicaciones convencieron al cabo sólo a medias. Dio un paso al frente y Pedro tuvo que ladearse para que no lo empujara.
—¿Quién es ése?
—A la pá e Dió, señore sevile. Ha quedao una noshe frejca endipué del caló de tó el día, ¿no?
—Es un primo mío andaluz, que está de paso. Llegó esta tarde.
El cabo Pastrana, de largos bigotes y semblante serio, paseó su mirada por toda la estancia. Sólo se oía el chisporroteo del fuego, que proyectaba en las paredes sombras chinescas. Con la penumbra no vio el arma del forastero, ocultada perspicazmente entre sus piernas.
—¡Vámonos!
—Con Dios, señores
Pastrana dio media vuelta y salió a la calle, llevando la mano derecha al tricornio. Los guardias se marcharon. Destrozado por la tensión, Pedro cerró la puerta, apoyó en ella los brazos y bajó la cabeza. A su espalda escuchó la risa burlona del desconocido.
—Los tiéz bien puesto, quiyo. Noj hemo librao de una buena ensalá de tiroj.
Pedro corrió al dormitorio. Catalina sollozaba sentada en la cama de los niños, que dormían ajenos a todo. El confundido labrador la abrazó tiernamente y lloró también en silencio, con los nervios rotos. Contemplando la escena, el impasible rostro del visitante pareció estremecerse. Pedro, con voz entrecortada, dijo:
—Coja lo que quiera, no tenemos más que lo que ve.
—No ze preocupen uztés, que no va a pasar ná. De que cante er gallo ejtaré mu leho d’aquí.
Y se echó a dormir sobre el duro suelo colorado de la cocina. Pedro tranquilizó a su esposa, puso un tronco en el hogar, tapó al incómodo huésped con una manta zamorana y se sentó frente a él, dispuesto a vigilarlo. Pasaron los minutos y las horas, y cuando el sueño ya lo vencía, el asaltante se levantó de un respingo. Serían sobre las cinco de la madrugada.
—La manta me la llevo preztá. Y tenga uzté, pa que vea que Pernale é agradesío cuando le hasen un favó.
Antes que Pedro pudiera reaccionar el bandido se deslizó en la desolada noche sin luna. Le había dejado un billete de veinticinco pesetas.
***
Durante varias semanas Catalina y Pedro no lograron dormir. Les resultaba increíble que aquel fugitivo del que todo el mundo hablaba hubiera visitado su casa y hubiera estado cara a cara con las autoridades sin que lo reconocieran. Más difícil de creer era lo del dinero, que casi equivalía al jornal de un mes. Por supuesto no contaron nada a nadie ni hicieron uso del billete, que guardaron como oro en paño, pues albergaban el fundado temor de que los denunciaran por cómplices o encubridores. Pero transcurrieron los meses y nada pasó; diríase que la aventura sólo había existido en su imaginación.
Una tarde de finales de junio Pedro trabajaba en su bancal del paraje de la Juanjordana. A lo lejos, siguiendo el cauce de la Rambla de Orea, se acercaron dos jinetes al paso. Iban tocados con sombreros de ala plana, y conforme avanzaban se dejaron ver sus monturas, un caballo castaño oscuro y una yegua castaña clara. Pronto distinguió también su forma de vestir, impropia de la comarca. El que marchaba primero se adelantó al trote. A Pedro le dio un vuelco el corazón. El jinete descabalgó, sonriendo, y gritó a su compañero:
—¡Niño! ¡Vente p’acá, que viá a prezentarte a un buen amigo mío!
—¿Cómo me ha encontrado?.
—Pernale tié conosíos en toaz parte. ¿Eztá bien su familia? Mire uzté que me supo mal pegarle aquel suzto…
Los tres hombres buscaron una sombra que les mitigara los rigores del verano. Acomodados en sendas piedras, Pernales y su escudero, el Niño del Arahal, fumaron unos cigarros. Pedro compartió con ellos lo que le quedaba del rancho, un mendrugo de pan, un poco de queso y embutido y una bota de vino. Entre caladas y tragos, el salteador contó que iba a ser padre y que venía de Valencia, donde había visitado a su fiel Conchilla, con la que escaparía a América tan pronto las circunstancias les fueran propicias.
—Ya no ejtoy zeguro ni en lo má hondo de las sierraj. Tengo a la mitá de la Guardia sevil detrá… Va a haber que cambiá de aire… ¿qué te paese, Niño?
Hablaba tranquilo, parsimonioso, como si bajo aquel árbol se sintiera realmente cobijado. Los grandes ojos azules, de ordinario inexpresivos, se le llenaban de nostalgia cuando mencionaba a su amada. El Niño del Arahal, parco en palabras, se limitaba a asentir con la cabeza a las preguntas de su jefe mientras apuraba el tinto de Pedro. Al despedirse, y ya sobre su montura, Pernales dijo:
—Zalude de mi parte a su mujé. ¡Ah! Y aquí tiene, que zolamente la tomé preztá.
El bandolero le alargó la manta que se había llevado en la madrugada de su primer encuentro. Pedro la recogió y le estrechó la mano con fuerza.
—Mu agradesío por tó. Quién zabe zi zerá la última persona a la que zalude con gujto…
Y picando sus caballerías, Pernales y el Niño se alejaron en el cálido crepúsculo veraniego.
—Vengo a ver a Don Benito.
La criada, vestido impecable, cofia y delantal blancos, al estilo de las buenas familias de la capital, volvió sobre sus pasos sin decir nada. Segundos después regresó. “Pase conmigo”, ordenó con tono impersonal. Pedro la siguió hasta un despacho grande. “Espere aquí”, añadió, y cerró la puerta. Pedro ya sabía de memoria el ritual. Todos los años, a primeros de septiembre, terminada la cosecha y pasadas las fiestas del Cristo del Sahuco, acudía a la casona de Don Benito Ferrer para cobrar los jornales. Mientras llegaba el propietario, se fijó en un periódico que había encima de la mesa. Estaba abierto por una página plagada de imágenes. A Pedro le resultaron familiares los hombres retratados. Muy familiares. Con dificultad, dada su escasa instrucción, leyó el titular: Mueren los célebres bandoleros “El Pernales” y “Niño del Arahal”. En efecto. Una de las fotografías mostraba los cuerpos sin vida de los dos jóvenes, expuestos a la curiosidad pública.
—¡Hombre, Pedrón! ¿Has visto? ¡Ya era hora que cayeran esos dos forajidos! A partir de ahora, las gentes de bien podremos dormir tranquilas…
Pedro casi no escuchó a Don Benito, que había irrumpido con su vozarrón, llenando el cuarto. En su cabeza resonaban las palabras del bandido, apenas dos meses atrás: Quién zabe zi zerá la última persona a la que zalude con gujto…
—Ha llegado una carta.
—¿De quién?
—No lo sé, no trae señas.
Nadie mandaba cartas a la casa de Pedro y Catalina. Aparte de que muy poca gente sabía escribir, fuera del pueblo apenas tenían familia ni conocidos. Pedro cogió el sobre. Por los sellos intuyó que venía de lejos, de muy lejos.
—Pedro Martínez y señora, las Peñas de San Pedro, Albacete, España…
La abrió, ansioso. En el papel, escrito con letra desigual y disparatada ortografía, leyó:
Mi querido amigo Pedro: sin duda en estos meses habrá oído usted muchas veces que al Niño y a mí nos mató la Guardia Civil en la Sierra de Alcaraz. Nada más lejos de la verdad. No sabemos quiénes fueron esos desgraciados, pero nosotros cumplimos nuestros deseos y nos vinimos a Méjico, desde donde le participo que la Conchilla y yo fuimos padres de una preciosa niña a la que hemos llamado Francisca Isabel. Viajamos a este país hermano con la cuadrilla de mi paisano, el torero Antonio Fuentes, y aquí trabajo honradamente como guarda de una gran hacienda. Nos van bien las cosas, por eso le envío este pequeño obsequio, que aquí de poco nos sirve ya. Mis respetos a su señora. Francisco Ríos. Méjico, marzo de 1.908.
Y acompañaba dos billetes de veinticinco pesetas. Catalina los guardó en el fondo de un arcón junto a la carta, el otro billete y la manta zamorana. Tardaron mucho tiempo en gastarlos.
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