Lunes, diez y media de la mañana. Un día de firmas tranquilo en la Notaría de Don Manuel, como casi siempre.
De hecho, había comenzado unos minutos antes la lectura y explicación de una escritura de compraventa de un terreno rústico. Tras el ritual de identificar a los comparecientes, les estaba exponiendo la notable diferencia de superficie entre el bancal de almendros y la superficie que constaba en el título previo, una escritura de hacía más de cincuenta años.
Mientras Don Manuel contaba tahullas y repasaba linderos con los comparecientes, que por cierto eran amigos de toda la vida (“¡Que sí, que había una séquia que pasaba por este linde del sur!” “No, hombre, era por el norte… ya tiés la cabeza na más que para que no se te caiga el sombrero”), notó un movimiento inusual en la Notaría: no paraba de sonar el timbre.
Pensó que era una buena señal, porque cuando él había entrado a la sala de firmas, en la recepción solo estaba la Señora Felisa, que venía a hacer una consulta. Quizás se fuera a animar el mes de julio, que había comenzado flojete. Pero mientras los comparecientes seguían discutiendo por dónde iba la acequia, el timbre cada vez sonaba con más frecuencia y cada vez se oía más murmullo en la sala de espera.
Poco a poco, iba aumentando el volumen del ruido de fondo mientras seguía entrando a la Notaría gente algo extraña que no paraba de mirar sus teléfonos móviles y elevarlos como cuando te quedas sin cobertura y crees que levantando el brazo vas a recuperarla. El oficial de Don Manuel pensó en llamar a la policía por si acaso, pero se percató de que los policías municipales también habían entrado con sus teléfonos y estaban camuflados entre la gente que abarrotaba la Notaría.
De repente, sin aviso, se abrió bruscamente la puerta de la sala de firmas y entró a trompicones, casi cayéndose y con la respiración entrecortada, un extraño chico vestido con una gorra de colores y mochila a la espalda, blandiendo su iPhone como si fuera un sable láser.
Los comparecientes dieron un pequeño saltito hacia atrás en su silla y pusieron cara de emoticono asustado, lo mismo que Don Manuel. No es que fueran cobardes (que un poco lo eran, no nos vamos a engañar), es que les había pillado completamente desprevenidos.
Don Manuel miró de reojo a la puerta de la sala de firmas, en la que detrás del chico extraño se amontonaba una masa indeterminada de cabezas y teléfonos móviles. Pensó que quizás ya había llegado el Apocalipsis Zombi, y trató sin éxito de recordar dónde guardaba el Kit de Supervivencia Zombi que había comprado tras ver “28 días después”.
Hubo tensión. Sólo fueron cinco segundos, pero fueron esos cinco segundos críticos, que parecen cinco horas, en los que nadie sabe que pasa, nadie habla y nadie se mueve. Los otorgantes y el Notario se intercambiaron miradas desconcertadas, como en una peli de vaqueros cuando se encuentran el bueno y los malos, pero nadie se atrevía a preguntar qué estaba pasando.
En esos cinco segundos, el chico extraño había recuperado sorprendentemente la respiración, se había erguido pero había agachado ceremoniosa y teatralmente la cabeza y había abierto los brazos como si fuera a hacer la patada de la grulla de Karate Kid. A Don Manuel todo esto le pareció sacado de una película de Tarantino. Pero como le gustaba mucho Tarantino, pues estaba extrañado pero a la vez un poco excitado.
El chico extraño, creando un halo de misterio, levantó poco a poco la cabeza y, como si fuera un Power Ranger, mientras abría las piernas con un pequeño saltito, cruzó y descruzó los brazos al compás, y agitando en el aire su iPhone por toda la sala preguntó:
-¿Está Vaporeon en esta Pokeparada?
Don Manuel, confuso, sólo llego a balbucear:
-I don’t understand you.
Es que, como además de hablar raro, también vestía un atuendo desconcertante, Don Manuel pensó que quizás sería uno de los extranjeros que acababa de llegar al pueblo de vacaciones, y como él sabía inglés muy bien, pensó que quizás así se entendieran.
Mientras tanto, el comprador miró al vendedor y a media voz le preguntó si el chico extraño era el hijo mediano de la Paqui y el Alfonso, que se había ido a estudiar a la capital hacía unos años y se había metido en “eso de los marcianitos”. El vendedor le dijo que creía que sí, pero que la última vez que lo había visto era un zagal y ahora mismo no se lo podía asegurar.
-Pregunto que si han visto a Vapo…
El chico extraño no pudo acabar la frase. Su cara se transformó, albergando una expresión a medio camino entre el susto y la emoción. Estaba apuntando su iPhone a la mesa de firmas y no paraba de deslizar el dedo sobre la pantalla diciendo “¡Ya eres mío, ya eres mío!”.
Ni Don Manuel ni los otorgantes entendían nada. Miraban al chico extraño y luego a la mesa de firmas donde se supone que apuntaba el iPhone. Después volvían a mirar al chico y a la mesa, y así sucesivamente, como en una partida de ping-pong.
Don Manuel, que comenzaba a estar incómodo, se levantó de su silla, se acercó con cautela y miro la pantalla del teléfono del chico extraño, pudiendo distinguir un bicho, animal o cosa (no estaba muy seguro) de color azul, con cuatro patas como si fuera un perro, pero con branquias (o alas) en el cuello y cola como si fuera un pez. Don Manuel arqueó la ceja izquierda considerablemente, como era usual en él cuando se sorprendía.
Don Manuel pensó que vaya sitio más raro había elegido el bicho ese para aparecerse, porque estada saltando en la mesa de firmas entre la nota del Registro de la Propiedad y la escritura vieja que había traído el vendedor. Desde luego, si él fuera un bicho de esos (Pokemon, decía el chico extraño), el último lugar del mundo en el que querría aparecerse es en una nota registral. En una certificación catastral todavía, pero en una nota del Registro, no.
-¡¡Lo tengo!! – exclamó el chico extraño, y los otros chicos también extraños comenzaron a chillar, sin poder definir muy bien si la explosión de gritos era de júbilo o de rabia. Casi de manera simultánea, una voz de entre la marabunta exclamó: “¡¡¡Snorlax!!! ¡¡¡Tenemos a Snorlax en la panadería!!!” y la chavalada que había entrado en tromba en la Notaría, la abandonó con la misma rapidez, dejando la sala de espera completamente vacía, excepto por la Señora Felisa, que estaba cariacontecida en el mismo lugar, y que había aguantado sin moverse los escasos dos minutos que había durado la invasión.
Don Manuel y los comparecientes, que estaban petrificados en sus sillas, continuaron inmóviles intercambiando miradas sin saber exactamente qué había pasado.
-Qué rara se está volviendo la juventud, Antonio… – dijo el vendedor.
-Tiés toda la razón – dijo el comprador.
Y se volvieron a poner a discutir sobre acequias y linderos, sobre vecinos y sobre caminos, mientras Don Manuel, concentrado, estaba pegado a su iPhone tratando de buscar una explicación a lo ocurrido. ¡Y vaya si la encontró!
Cuando terminaron de delimitar la finca y ya estaban de acuerdo, comprador y vendedor levantaron la vista de los papeles y el vendedor dijo: “Ya está todo claro, Señor Notario”. Pero el Señor Notario ya no estaba en la sala de firmas, había anulado las firmas de todo el día, de toda la semana y estaba seriamente considerando pedir una excedencia: ¡¡¡Ya tengo a Snorlax!!! – se oyó decir a Don Manuel, a lo lejos, desde la panadería.
José Carmelo Llopis Benlloch, Notario de Ayora (Valencia)
De nuevo nos visita Carmelo con un tema fresco y de total actualidad. Nos gusta que haga gala de ese buen humor y que lo comparta con notaríAbierta. Gracias compañero, pero ¿podemos decirte algo?.
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